04 marzo, 2009

Contextos para Yourcenar

Por JAVIER APARICIO MAYDEU
Fuente: Babelia/El País de Madrid

El heraldo que anunció su descomunal talento fue Alexis o el tratado del inútil combate (1929), hermosísima novela epistolar en clave de confesión en torno a la libertad sexual predicada por Gide, la homosexualidad y los designios de la privacidad, escrita a los veinticuatro años como si llevase un siglo puliendo su excelso estilo meditativo. Más tarde llegó su célebre traducción de Las olas de Virginia Woolf para Stock, en 1937, de la que aprendió a concebir imágenes y a atemperar su retórico estilo poetizándolo con reflexiones en torno a valores intemporales y cualidades de la condición humana, y en 1938 publica sus Cuentos orientales, imbuidos de mitología hindú y leyendas orientales, y cuyo espléndido relato ¿Cómo se salvó Wang-Fo? vale por una reflexión alegórica del rol del artista en el mundo.

Filtrado por el largo alambique de la cultura clásica aprendida de niña (Tácito y Racine sustituyeron en su infancia a los cuentos de Andersen y Perrault), de sus provechosas lecturas de Proust buscando también las reminiscencias del tiempo perdido y de su querencia por la reescritura de un tiempo pretérito, su interés por la Historia emanada del individuo destila esas apócrifas Memorias de Adriano (1951) que constituyen su obra maestra, modélico relato de la evocación que adopta formas de novela histórica o de epístola moralista, en la que se exhibe espléndida su prosa aristocrática y austera de fraseo aseverativo, escasos adjetivos ("juegan muy malas pasadas"), impecable sintaxis de ecos greco-latinos, discurso autoritario, suntuario, y sutil voluntad epigramática, una prosa argumentativa y pontificadora que transcurre por la página como las espesas aguas de un río. La magia de la palabra evocadora resucita a Adriano, cuya voz solemne fluye en un monólogo fecundo que reflexiona en torno al poder, al amor homosexual o a la memoria personal de las edades del hombre y del paso irremediable del tiempo ("Ciertas porciones de mi vida se asemejan ya a las salas desmanteladas de un palacio demasiado vasto...", "Me esfuerzo por recobrar un instante"), que concluye con la muerte, a la que debemos afrontar sin temor, como reza la frase final, aforística y grave como tantas de las suyas, "Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos". Al mismo tiempo que fijaba los cánones de la novela histórica actual y cantaba al hombre solo y dueño de su destino, Yourcenar fue capaz de afianzar para siempre los dominios del soliloquio restaurador del pasado en la narrativa contemporánea, que luego se han visto enriquecidos con En el nombre de la tierra, de Vergílio Ferreira; El libro de familia, de Patrick Modiano; Se está haciendo cada vez más tarde, de Tabucchi, o Elegía, de Philip Roth.

Su pasión por la historia la llevó a reconstruir el Renacimiento en Opus nigrum (1968) a través de la personalidad de Zenón, el alquimista imaginario que Yourcenar se inventa confiriéndole entidad de personaje histórico merced a su infalible empatía lingüística y a una ambientación de época que cuida cada detalle con precisión de arqueólogo. Como sucede en Memorias de Adriano, tampoco aquí importa tanto la intriga cuanto la recreación de una época, ni la acción novelesca adquiere en su narrativa siempre introspectiva el valor que sí tienen en cambio el pensamiento y la conciencia. Yourcenar estima el monólogo porque edifica su obra en torno a la voz, de modo que la palabra sirva entonces al propósito de poner en escena la conciencia de sus personajes, a quienes literalmente les da la palabra, les deja hablar. Su trilogía inacabada El laberinto del mundo -Recordatorios (1973), Archivos del norte (1977) y ¿Qué? La eternidad (1988)- va en busca de sus orígenes familiares sin pretensiones autobiográficas ("el público que busca confidencias personales en el libro de un escritor es que no sabe leer"), y sus personajes de ficción son entonces sus antepasados de verdad, pero también a ellos les da la palabra, y habla apenas de sí misma acabada de llegar al mundo, al final de Archivos del norte, con la distancia de la tercera persona pero con la inmensa ternura del recuerdo infantil, "Es demasiado pronto para hablar de ella. Dejémosla dormir sobre las rodillas de Madame Azélie; dejemos que sus ojos nuevos sigan el vuelo de un pájaro". Proust y Tolstói están muy cerca de estas evocaciones familiares nacidas por igual de los archivos y de la invención de la memoria, dispuestas, entre la crónica genealógica y el gran fresco novelesco, "en la inmensidad del tiempo".

Con los ojos abiertos. Conversaciones con Matthieu Galey, que Plataforma rescata ahora -con la misma traducción que encargó Emecé en 1982, que publicaron Plaza & Janés y Gedisa y que pide a gritos una revisión- para que los muchos lectores de la Yourcenar, que han hecho de sus Memorias de Adriano (Edhasa), traducidas por Julio Cortázar con todas las musas trabajando al unísono para él, un longseller indiscutible también en nuestra lengua, dispongan nuevamente de los contextos necesarios para degustar la personalidad y la literatura de una de las más grandes escritoras del XX, consagrada desde muy joven a la tarea de habitar en ajenas conciencias y de escribir contra el olvido.

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