04 marzo, 2009

Hermann Hesse. Cómo aprender a volar

Por MANUEL VICENT
Fuente: Babelia/El País de Madrid

Hermann Hesse nació el 2 de julio de 1877 en Calw-Württemberg, pequeño lugar de la Suabia, hijo primogénito de un misionero báltico y de una madre, que era hija a su vez de otro misionero en la India, famoso lingüista y erudito. Amamantado en un hogar de pietistas fanáticos, el niño llegó a la adolescencia aplastado por la Biblia. Recibió la primera enseñanza en la escuela misional y en ella los salmos, el órgano y las plegarias constituían su principal sustento, al que se unían las correrías por la pradera donde hablaba con los pájaros, las zambullidas en el lago durante el verano, la verdad aprendida en los duendes del bosque y la amistad con el zapatero, el carnicero y otros sencillos menestrales del pueblo.

Estas excursiones eran su única escapatoria con la que el niño llenaba la imaginación más allá de la férrea educación religiosa a la que estaba sometido. Entre la naturaleza virgen, apenas hollada, y el látigo de la conciencia transcurrieron sus primeros años. La vitalidad del muchacho pronto entró en conflicto con la vida oscura de su familia, que lo había destinado a la iglesia para ser ungido por el Señor; pero, desde el primer momento hasta el final de sus días, Hermann Hesse luchó para elegir la clase de ungüento con el que quería ser consagrado. "Samuel ungió rey a David, pero el óleo no puede convertirme a mí en rey".

Pese a todo, no pudo evitar la inercia clerical de sus padres. Tuvo que estudiar latín, griego, gramática y estilística para preparar el examen de estado de Württemberg con el que podía acceder a la formación gratuita como teólogo evangélico en el seminario de Tubinga. Hermann Hesse fue un pálido adolescente enclaustrado que, entre los húmedos paredones de Maulbronn, no hacía sino recordar la libertad que gozó en su niñez entre los álamos negros y los alisos del lago, el silencio de la nieve en los abetos, la magia de los juegos en la plazuela con otros compañeros, el conocimiento de los animales, las plantas y las estrellas. Después de un largo tiempo de encierro tomó la determinación de huir. Un día saltó la tapia del seminario y volvió a casa con un pequeño equipaje en el que ya no estaba incluida la Biblia, y cuando este adolescente levítico se creía libre, empezó la tortura. Hermann Hesse quería ser escritor o nada, pero esa elección no se alcanza impunemente. Los padres internaron al muchacho en un centro religioso de curación en Bad Boll y, en vista de que no sanaba de sus sueños, lo llevaron ante el afamado exorcista Blumhardt para que le sacara el demonio del cuerpo, como había hecho con otros posesos de la comarca. En medio de ese rito, lejos de echar espuma por la boca, el muchacho imaginaba la rama de abeto iluminada por el sol del verano de donde su cuerpo endemoniado pendería entre el canto de los pájaros o se veía ahogado en el seno del lago cuyas aguas en los días felices de vacaciones habían recibido gloriosamente sus alegres zambullidas coreadas por los gritos de felicidad de sus compañeros. Después de un intento de suicidio, sus padres lo pusieron en manos de un psiquiatra en una clínica de Steten, y la tortura siguió hasta que el joven encontró la salvación por sí mismo en la rebeldía.

No sería ungido por Dios, pero sería relojero, bibliotecario o librero, oficios que, bien mirado, también podían ser divinos. Tímido y enamoradizo siempre frustrado, Hermann Hesse comenzó a construirse por sí mismo a través de las lecturas de Heine y de Goethe hasta romper finalmente en poeta. Mientras trabajaba en una fábrica de relojes de Calw o hacía el aprendizaje en una librería de Tubinga o de Basilea, soñaba con saltar ahora la propia tapia y fugarse a Brasil, pero comenzó a escribir poemas, cuentos y novelas como otra forma de huir hacia dentro. Después viajó a Italia, se casó con María Bernoulli y convivió con ella en una casa campesina en Constanza junto al lago. De esa existencia libre en medio de la naturaleza extrajo la parte esencial de su literatura con el culto a los cinco sentidos. El hombre no está aquí para alcanzar la verdad. A este mundo se ha venido sólo a gozar y a sufrir, de modo que la formación del espíritu consiste en elegir los goces más sutiles y combatir los sufrimientos como una frontera. La libertad, el anti-intelectualismo, la sensualidad poética y la salida siempre irónica del escepticismo fueron sus conquistas literarias, y ante la hecatombe bélica que se avecinaba en Alemania en el año 14, Hermann Hesse adoptó también la rebeldía del pacifismo contra el espíritu belicista de sus paisanos.

Muchos adolescentes quemados por un ascua interior, que se enfrentaron al horizonte de escombros de la Europa asolada por la Gran Guerra, descubrieron a Hermann Hesse y lo adoptaron como guía espiritual. Desde entonces, este escritor flaco, de delicada estructura ósea, de ojos azules ardientes y pelo claro, tímido y recio a la vez, con una tensión de ave de presa en el rostro, se convirtió en un referente literario al que se han agarrado sucesivamente muchos jóvenes para iniciarse en el vuelo contra los valores de una moral burguesa también devastada.

En los años sesenta del siglo pasado, cuando los hippies inauguraron diversas rutas hacia los lugares iniciáticos de planeta, en su morral de apache, junto al pequeño alijo de marihuana, llevaban alguno de estos tres libros inevitables, Demian, Siddharta o El lobo estepario, muy manoseados por los vistas de aduanas, en los que Hermann Hesse daba las pautas para sobrevolar toda clase de ruinas sin excluir las que cualquiera lleva en el corazón. Por su parte, este escritor nunca olvidaría el esfuerzo que tuvo que realizar para liberarse de las propias ataduras; entre ellas, el nudo de la soga con la que intentó ahorcarse.

Viajó a la India, tal vez en busca de una nueva espiritualidad, tal vez para liberarse del doloroso vínculo con sus padres. De esos viajes no se trajo ninguna experiencia que no encontrara en el lago Constanza, una fuerza interior que le serviría para sobrellevar la esquizofrenia de su mujer, la grave enfermedad de uno de sus hijos, otros amores perdidos y el rechazo con que el patriotismo alemán quiso vengar su posición crítica ante la maldad de las guerras. Fue censurado. Su nombre desapareció de los periódicos. Escribió con seudónimo. Adoptó la nacionalidad suiza. Se estableció en Montagnola, condado de Tesino, y en su arduo combate por la libertad de espíritu se derrumbó algunas veces, de cuyo cataclismo nervioso lo sacó el doctor Lang, discípulo de Jung, y la amistad con Thomas Mann, con el que trabó una extensa correspondencia. Durante el nazismo, sus libros ardieron en una plaza de Berlín atizados por la Gestapo, pero al final de la II Guerra Mundial fue coronado por el premio Goethe y con el Nobel. Hermann Hesse murió en 1962 en Montagnola y allí está enterrado. Hasta allí acuden en peregrinación todos los lectores que en las páginas de sus libros aprendieron a volar.

Se ha dicho que Hermann Hesse fue viejo en la juventud y joven en su vejez. He aquí sus lecciones de iniciación: librarse de cualquier vínculo con los afectos dolorosos, disolverse en la ilusión del nihilismo, ser el creador de la propia alma, sintetizar en ella todas las fuerzas opuestas, absorber la magia de la naturaleza más allá de todas las patrias, agarrarse a un asa de viento para alcanzar todo aquello que deseábamos ser cuando, al salir de la adolescencia, le leíamos en verano tumbados en una hamaca a la sombra de los álamos. ¿Quién no ha soñado alguna vez con ser como él un lobo estepario?


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